viernes, 17 de febrero de 2017

El agua de la muerte*


Hay pueblos en los que hasta
los ciegos se conocen de vista

Bueno, ya traje a colación la disciplina conventual, reflejo de la religiosidad y sincretismo del pueblo. Ahora avanzo varios siglos para compartir contigo, lector cómplice, la trágica experiencia que gracias a Dios (dicho esto sin la ironía del agnóstico) me mostró algo del fanatismo producto del pensamiento mágico, actitud que empecé a superar cuando acababa de cumplir ocho años de edad:
El agua de la muerte
Recuerdo a mi padre con la tristeza saliéndosele por las arrugas del rostro; viéndome a través de la humedad de sus ojos; hablándome con una voz apenas perceptible, cansina. Vivo con esa imagen, la del hombre fraguado bajo el sol y junto a la tierra, la que suelen reflejar los campesinos cuyas parcelas pasaron a ser el recuerdo familiar aplastado por el acero y el hormigón, o erosionadas como consecuencia del trabajo de los ingenieros contratados para desviar el agua de nuestros ríos que mitigan la sed de las grandes ciudades.
Un día de tantos el viejo me platicó cómo el canto del cenzontle, pájaro de cuatrocientas voces, despertaba a los niños dormilones para, imitándolas, convocar al resto de las aves a dejar el nido y volar en busca del alimento de sus crías. Con un profundo suspiro que antecedió a sus palabras y la vista perdida en el horizonte, mi padre me dijo las palabras que jamás olvidaré:
Ahora a ti te corresponde hacer algo importante, hijo. Cuando seas mayor procura que la gente de razón no acabe con el bosque y la poca agua que nos queda. Si puedes y Dios te da licencia, muestra a quienes te rodean las bondades de la Tierra. Dile a tus hijos que escuchen la música de la naturaleza. Empieza con quienes han ser parte de tu sangre; que tus experiencias les permitan encontrar aliados en la misión de proteger árboles, pájaros y ríos, la creación de Dios que da forma a la vida.
Meses después de aquel mensaje que me cimbró dado que fue la primera y única vez que escuché a mi padre hablar con el corazón, llegó a la casa el Pollero Balerín, también conocido como El Gavilán, el mismo que le había prometido trabajo en Estados Unidos. Vi su cara y adiviné que traía malas nuevas. ¿Por qué? No lo supe entonces pero ahora lo entiendo: percibí la energía negativa que proyectaba.
“La Migra agarró a Herminio y se lo llevó”, dijo Balerín mostrándonos su falsa y socarrona expresión de tristeza. “Lo mataron a golpes”, soltó el desgraciado.
En ese momento todo se me oscureció. Escuché un canto que pudo haber sido el del cenzontle. Segundos después recuperé la conciencia y volvieron los ruidos y las voces que suplieron a la coloratura de los trinos del pájaro.
La noticia que a mi madre le había arrancado del alma un profundo quejido, coincidió con el cortejo de dos niños que justo en ese momento pasaba frente a nosotros. La música fúnebre de la banda del pueblo acompañaba rezos, sollozos, oraciones, rogativas y los cantos monocordes de la gente. Dos hombres cargaban los pequeños féretros forrados de tafeta blanca y brillante entretejida con listones azules y amarillos. El dolor que en ese momento no identifiqué exacerbó mi curiosidad: corrí hacia el grupo para imprudente preguntar: “¿Quiénes son los muertitos? Mi tata también se murió”, dije tratando de justificar mi arrojo. No hubo respuesta. La madre de los difuntitos, una de las tantas mujeres del Pollero, me vio como si quisiera cambiarme por su hijo muerto. Su mirada me asustó. “¿Los mataron a golpes?”, volví a preguntar. Por respuesta se repitió el silencio acompañado con las miradas de reclamo, de coraje.
La procesión continuó. Era larga porque casi todo el pueblo iba en ella. Mi madre y mis hermanas nos quedamos como pedazos de palo encajados en la tierra. Nosotros también los veíamos con ojos de reclamo a no sé qué. Tal vez pensábamos en que la muerte no hace distinciones cuando Dios te quita la licencia de vivir.
En la retaguardia del numeroso grupo caminaban parsimoniosos tres ancianos, cada uno llevando en su espalda enormes manojos de flores. El más rezagado escondía su cara detrás los ramos del cempasúchil, la flor que ilumina el camino que conduce al inframundo. Los retiró para con sus ojos y voz responder la pregunta que no hicimos pero que él pudo escuchar:
“Los chamacos se metieron al río y tragaron varios buches de agua mala —dijo con voz grumosa—: les dio chorrillo y vomitaron hasta que dejaron de respirar. Así que ándense con cuidado y si tienen algún reclamo háganselo saber a don Matías. Díganle que la suciedad de los cerdos de su granja echó a perder nuestro arroyo”.
El tipo mostró sus pequeños dientes amarillos ordenados como los granos en las mazorcas. Sonrió e hizo una reverencia antes de continuar su camino hacia el panteón.
Una semana después de aquella ceremonia mortuoria decidí ir al río para comprobar si el agua venenosa tenía algún color. Al llegar me topé con la señora del odio clavado en los ojos. Iba con otro de sus hijos, el llamado Odilón. Me vio sorprendida. Suspiró profundo para enseguida dejar salir de su entraña el rencor acompañado de palabras que sonaron como si fuesen uno de los truenos del cielo. Parecía atormentada. Con ese talante me dijo:
—El más pequeño de mis hijos muertos era tu medio hermano. Se llamaba igual que tu padre y que tú.
Sin comprender la trascendencia de la revelación, pensé en que Dios había decidido que sólo tenía que vivir un Herminio de la Cruz.
Pasados los años entendí que en aquellas desdichas metió mano el chamuco, ya que uno de sus seguidores fue quien asesinó a mi padre y otro el que mató a su pequeño bastardo. Bueno, también los marranos del tal don Matías (de apellido Machurrón) pusieron en el río su diabólico pedazo de mierda saturado de bacterias.
Déjà vu
Ocurrió durante mi infancia pueblerina cuando, coincidentemente, nació en mí un extraño sentimiento: sentí como si alguna energía hubiese invadido mi mente. Entonces no pude entenderlo pero hoy, pasados los años, relaciono ése y otros hechos con la carga genética registrada en mi cerebro.
Aquel día viví algo parecido a un Déjà vu, experiencia que me marcó para, pasado el tiempo, buscar la esencia de mi vida y las razones por las cuales no sólo superé momentos difíciles sino que hasta salvé la vida. Por ello mis retrospecciones al pasado, la “Sombra” o daimon que suele acompañarnos igual que pudo haberle ocurrido a Sor Juana.
¿Cómo fue el enlace de la Musa con Herminia de Ávila, la semilla de los Santa Cruz y Tlacuilo?
Lo explicaré valiéndome de la imaginación que permite abrir las puertas del espacio vedado al historiador.
*Capítulo del mi libro El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante