sábado, 2 de febrero de 2013

Los cónyuges: dos historias entrelazadas

 
 

 
Mi esposo me engaña
 
Después de muchas llegadas tarde pude darme cuenta que Jorge me engañaba.
Primero lo olí a un perfume desconocido y él aseguró que era el aroma del jabón líquido del gimnasio al cual va todos los días.
—¡Ya reclamé al gerente porque ese menjurje huele a mujer barata! —Dijo molesto.
Después vi que su camisa estaba manchada de carmín y deduje que alguna de sus compañeras de trabajo lo había abrazado (había sido su cumple).
Estaba raro. No me veía a los ojos y supuse que se debía a la carga de trabajo que suele distraerlo los fines de mes.  “Pobrecito —pensé— las que tiene que pasar para que sus hijos y yo tengamos una buena vida”.
Una de esas noches que deseaba sexo me le acerqué cariñosa. Él gruñó como si estuviera profundamente dormido. Empecé a tocarlo y cuando llegué a su zona erógena brincó levantándose para ir al baño:
—Me cayó mal la cena —dijo. Y yo que le creí.
Algo me indicó que podía engañarme y empecé a mirarlo con los ojos de la sospecha. Se me ocurrió preguntarle qué pensaba del adulterio. Lo noté nervioso pero me respondió con otra pregunta defensiva: ¿Alguna de tus amigas engaña a su marido? Ahí quedó mi interrogatorio; no obstante, al otro día, sin tener por qué (no había nada qué festejar) me llevó unas flores. “Son para que recuerdes cuánto te amo”, dijo el sinvergüenza.
Otra ocasión me regaló una churumbela con diferentes piedras. Su esplendor me sedujo provocándome el deseo de abrazarlo como cuando éramos novios. Olí el aroma a sexo. ¡Qué bárbara! —me dije— lo que es el poder de la mente que conserva los olores de aquellos momentos felices, juveniles. ¡Ah, la burra! No caí en cuenta que Jorge estaba impregnado del tufo aquel que dejan las jovencitas cuyo deporte preferido es el sexo, precisamente.
Fueron tantas las huellas y los indicios y las pistas y los vestigios y los rastros producto del engaño, que por fin me convencí de que Jorge, mi amado esposo, me era infiel; que me ponía los cuernos; que me había visto la cara de pendeja. Entonces pensé: ¿Lo dejo que siga en ese camino y adopto el consejo que me dio Juanita, la esposa del senador…? ¿Hago como que le creo sus mentirillas…? Finalmente opté por el camino cómodo que alguna vez dibujó con palabras mi sabia abuela: “Más vale creer que averiguarlo”.
Un año después del “descubrimiento” comprobé que a veces conviene perdonar a quien no pone los cuernos. ¿Saben por qué? ¿No? Bueno, se los digo:
... Y los papeles se voltearon
Yo fui quien empezó a oler a sexo, a perfumes ajenos, a llegar tarde, a comprar para Jorge algún detalle, a ponerme nerviosa, a sentirme mal de la panza, a decir mentiras piadosas, a bañarme a deshoras, a verlo de reojo, a ser presa de remordimientos, a enojarme conmigo misma. Sufrí mucho por las miradas y los reclamos de mi pequeño hijo. “¿Por qué llegas tan tarde, mamá?” Me preguntó un día. Y esas palabras me obligaron a cambiar.
Hoy aprovecho que Jorgito está en la escuela o en natación o en la clase de música o en la práctica de fútbol para ir a Superama, encargar la despensa a una de las empleadas y salir de ahí como alma que lleva el diablo para encontrarme con un atlético y hermoso sexoservidor. Regreso por las cosas que “compré” y llego a la casa como si nada hubiera pasado. No hay reclamos ni caras de duda.
Jorge, mi esposo, no hace ni dice nada. Sólo me mira con cierto misterio. Por su actitud he confirmado que sigue el sabio consejo de la abuela, el ya famoso “más vale creer que averiguarlo”

Mi esposa también me engaña
Un día llegué al psicoanalista con un terrible dolor existencial. Le platiqué que había encontrado a una mujer extraordinaria. Me dio cuerda y con su “ajá, explícame por qué es extraordinaria”,  empecé a hablar como si cada palabra sirviera para sacar los remordimientos que me dolían como enormes espinas clavadas las nalgas. Entre las cosas que le dije recuerdo haber dibujado con frases los senos de Iralia, protuberancias que parecían torneadas por alguno de los dioses del Olimpo. Me entusiasmé con mi relato. Ese día pude comentar sin inhibiciones el placer del sexo. Nunca antes lo había hecho quizá por el temor que representa describir con palabras las sensaciones. Tampoco había sentido el poder de mi voz recordándome esas gratas experiencias, incluidas las que tuve con Lucero, mi esposa, que por cierto es una hembra que llama la atención en donde quiera que se pare. En una hora dije más palabras de las que había pronunciado en la semana anterior. El doctor me miraba complacido como si estuviera disfrutando mis recuerdos y hasta los orgasmos que no pude explicar pero que sin duda él imaginó.
— ¿Lo sabe su esposa? —preguntó el analista con morbo, digamos que profesional.
—Creo que no —le respondí.
Él sonrió como lo hacía mi padre cuando conversaba conmigo sobre algún amor estudiantil. Me pareció extraña su actitud; complaciente o tal vez cómplice. Su consejo profesional fue:
—Tómate unas vacaciones. Ve con tu mujer. Y si se presta la ocasión háblale de sexo, como lo has hecho conmigo. No tienes que decirle tu relación con Iralia. Coméntale que lo soñaste, que lo pensaste o que recordaste tu época de joven cuando ella todavía no estaba en tu vida. Son las mentiras piadosas o medias verdades que ayudan a sobrellevar e incluso a mejorar el matrimonio.
Ese día llegué a casa decidido a irme de vacaciones pero consciente de que mi esposa tenía varios compromisos. Con el mejor de mis encantos le pedí que me acompañara a descansar.
—Estaremos tres días en Playa del Carmen —sugerí temeroso de que aceptara.
Sorprendida por la invitación, con una mirada que nunca le había visto, ella respondió que no me preocupara; que fuera solo ya que se me notaba tenso; que me haría mucho bien meditar allá en las seductoras playas del Caribe. Le tomé la palabra y al otro día me encontré con Iralia en aquel paraíso de enamorados donde, en efecto, me puse a meditar sobre la vida y sus placeres.
Regresé a mi hogar con la cola entre las piernas. Volvió el remordimiento aquel, el de las espinas enterradas en las nalgas. Cuando estaba a o punto de acostarme entró Lucero. Percibí el tufo sexo, a perfumes ajenos.
—Te compré esta corbata, mi amor —dijo mostrándome su dentadura húmeda y seductora.
Me quedé mudo, hecho un pendejo sin poder reclamar lo que intuía. Ella lo notó y con un extraño rubor en las mejillas me dijo:
—Jorge: ¿por qué no hablamos de nuestras aventuras juveniles, cuando tú y yo todavía no nos conocíamos…?
Sonreí como lo había hecho el psicoanalista. Callé mis reclamos que podrían ser los de ella. Y me dormí con una frase perforando mi conciencia: “Desde cuándo Lucero me engaña”.
Desperté convencido de que al volver a sentir la vida interior de Iralia, su candente humedad y su agitada respiración, me ayudaría a encontrar la fuerza espiritual que necesitaba para poder perdonar a mi esposa. Preferí no saber el nombre del sancho. Y me vino a la memoria la sonrisita del terapeuta…

@replicaalex