jueves, 7 de junio de 2012

Y el presidente se hizo pendejo


Una de periodistas
Por Alejandro C. Manjarrez
Llegó a su nuevo trabajo sin el uniforme verde olivo. Lo hizo pensando en las palabras del presidente, frases que retumbaban en su cabeza:
“Agárrelo usted con las manos en la masa; y que el tipo responda por sus trapacerías.”
Órdenes contundentes e irrebatibles.
Deseos utópicos e ingenuos.
El general tres estrellas, que en esta historia se llamará Odilón Manríquez, nombre inventado para dejar a salvo el orgullo de los nietos del personaje (por cierto importantes en su ámbito), entró al despacho del titular de la Dirección General de Tránsito del Distrito Federal. Sin mediar ninguna explicación le soltó la mala nueva:
“Vengo a suplirlo y me acompañan los auditores que revisarán sus cuentas.”
No había acabado de pronunciar la última palabra cuando entró el equipo que formalizaría el cambio de director.
El trámite fue breve y en apariencia sencillo.
Veinticuatro horas después Odilón Manríquez convocó a una rueda de prensa con la intención de informar a la sociedad los pasos que habría de dar con el objeto de modernizar y moralizar a la dependencia que por aquellos días manejaba mucho dinero.
La conferencia
Manríquez ingresó a la sala de prensa portando el uniforme adornado con las condecoraciones que reconocen el trayecto militar.
Su entrada produjo un intenso murmullo.
De entre ese cuchicheo acompañado con las miradas curiosas del personal destacó la voz de Pedro, reportero de la fuente: “Es demasiado uniforme para tan poco cargo”, dijo poniéndole a su voz la sordina de la discreción.
—Señores periodistas —espetó el militar—: primero quiero que sepan que soy un general de división diplomado del Estado Mayor —dijo enérgico mientras sus dedos recorrían chapas, botones e insignias pendientes de su chaqueta. Endureció aún más su expresión y soltó—: He llegado a esta dependencia con el firme propósito de enaltecer mi carrera y nunca deshonrar el uniforme que porto aunque, como acaba de decir alguno de ustedes, lo alcancé a escuchar, sea mucho para el cargo. No habrá concesiones para los policías corruptos; no permitiré el coyotaje ni la extorsión; acabaré con el cáncer que corroe las entrañas de esta dependencia.
Los periodistas todavía no asimilaban las palabras del funcionario cuando éste se retiró sin permitir preguntas.
“Nunca ningún director había sido tan claridoso”, se quejó uno de ellos.
A otros les divirtió el entusiasmo moralizador mostrado por Manríquez.
Pedro sonreía.
Concluida la breve conferencia, los reporteros salieron a redactar sus notas con la intención de que la suya fuera la principal noticia del día siguiente:
“Se acabó la corrupción en Tránsito.”
“Fin al cochupo en Tránsito.”
“Se militariza la Dirección de Tránsito.”
Varios periódicos incluyeron la reacción de los jefes de los mandos medios entrevistados, los que en apariencia concentraban y distribuían el dinero de las mordidas: “Dicen que en Tránsito no hay corrupción”, ironizó uno de los diarios.
Sólo el rotativo de Pedro manejó los méritos militares del general.
El general Manríquez quedó más o menos complacido con lo publicado por la prensa. Estaba seguro que el presidente de México lo llamaría para felicitarlo.
“Ahora que llegue a la oficina —aspiró— seguramente tendré la llamada del jefe.”
Con esa ilusión en la cabeza decidió entrar al edificio por la puerta principal que entonces daba a la Plaza Tlaxcoaque. Pudo ver así a los coyotes trabajando y a los empleados mirándolo con cierta desazón. El general percibió la inquietud y buscó entre los mirones a su secretario particular. No estaba. Pero en su búsqueda distinguió a varios de los periodistas que habían participado en la conferencia de prensa del día anterior.
Pedro se le acercó y atento le dijo:
—Aquí estamos, mi general, para lo que se le ofrezca.
El nuevo funcionario entró a su despacho y lo primero que vio fue un paquete sobre la cubierta ahulada del escritorio H. Steel color gris rata.
“¿Qué será?”, se preguntó mientras rompía la envoltura custodiado por la fotografía oficial del presidente de México, efigie que colgaba de la pared más amplia.
Al descubrir lo que el paquete llevaba dentro, la voz fuerte, estentórea y destemplada del general retumbó en muros y canceles de la oficina pública:
— ¡Secretario!
El ayudante entró asustado pensando que había ocurrido un accidente.
—A sus órdenes jefe —dijo cuadrándose en una mala y cantinflesca imitación militar.
— ¡Tráigame a los periodistas! ¡Pero ya!
Cinco minutos después los reporteros ya estaban plantados frente al general que parecía haber crecido de repente. Manríquez los vio, aspiró profundo y dijo señalando el paquete:
—Miren ustedes lo que encontré sobre mi escritorio. Es dinero que dejó algún pendejo con la clara intención de comprometerme, de corromperme. Voy a investigar y cuando agarre al autor de este atentado, les prometo que lo llevaré a juicio. Y si puedo yo mismo fusilaré al cabrón. —Volteó a ver la foto del presidente en turno y se justificó con tono más enérgico—. El patrón no tendrá inconveniente.
— ¿Y cuánto dinero es? —preguntó alguien cuya voz se impuso al barullo de los periodistas. Era el mismo Pedro que minutos antes se había puesto a las órdenes del general.
Manríquez no pudo contestar porque no había contado el dinero.
—A ver cuéntelo usted delante de todos —ordenó a quien había hecho la pregunta. Y en seguida bromeó—: Pero que no se pierda ni un peso, eh…
El reportero se puso a contar el dinero con la habilidad de un cajero de banco. La suma de los billetes ascendió a doscientos mil pesos.
—Empaqueta bien ese dinero y que los periodistas firmen la envoltura —dijo el general y agregó para su improvisado público—: Señores: aquí mismo se guardará el dinero hasta que yo encuentre al hijo de puta que me puso esta trampa.
Ya no hubo preguntas.
Los reporteros se retiraron sin rechistar
Al siguiente día, Odilón Manríquez llegó a su despacho para encontrar en el mismo lugar del escritorio otro paquete de dinero. Y volvió a convocar a la prensa repitiendo el ritual del día anterior. La cantidad se repitió: doscientos mil, ni un peso más ni uno menos. El general se animó a sospechar  —así lo dijo— que el plan parecía elaborado por alguno de los funcionarios interesado en corromperlo.
—Quien haya sido, yo mismo lo llevaré de los huevos al paredón —insistió viendo de reojo la foto del Presidente.
Los periódicos restaron importancia al hecho. Si acaso dos lo refirieron como si se tratase de una anécdota sin importancia o de una de tantas corruptelas, las mismas de siempre. “En Tránsito sigue la mata dando”, garabateó uno de los columnistas del género policiaco.
Durante el fin de semana el fantasma del paquete tomó su asueto. Pero al martes siguiente ahí, en el lugar de costumbre, el general volvió a encontrar la misma cantidad de dinero envuelto impecablemente en papel manila. Otra rueda de prensa y el mismo protocolo informativo, incluida la amenaza del general.
Ya asolas le dijo a Pedro: —El pinche corruptor, quien sea, cada día está más cerca del paredón. Y miró de nuevo la foto oficial de Presidente.
—Mi general, ¿y qué pasará si se esfuma el dinero que tiene guardado? Nadie le va a creer que se lo robaron —previno el reportero, quien ya había entrado en el ánimo del general.
El comentario hizo que el Manríquez cambiara de expresión.
—¡Ah chingá! Tienes razón —dijo moderando su atemorizante gesto facial—. Mañana mismo aplicamos ese dinero a la compra de equipo. ¡Ándale, llévate la primicia!
Lo del agua al agua
Casi dos millones de pesos costaron las motocicletas que adquirió la dependencia. Parte de la compra se pagó con el dinero recaudado, el mismo que apareció sobre el escritorio gracias a la constancia del estratega de la corrupción.
El lunes siguiente el general madrugó para llegar a la oficina antes que sus colaboradores. Entró contento y con el sabor del triunfo que había obtenido tres días antes.
“¿Lo sabrá el presidente?”, se preguntó emocionado durante el sábado y el domingo. Su gusto y satisfacción quedaron a medias cuando volvió a encontrar otro paquete sobre su escritorio. Ya no gritó al secretario (quizá porque aún no llegaba) pero mandó llamar a Pedro, el reportero que se había hecho su amigo y asesor involuntario.
— ¿Qué hago, Pedrito? Seguramente seguirán llegando los pinches paquetes de dinero —dijo medio apesadumbrado y curioso en saber la respuesta de su improvisado asesor.
—Guárdelo mi general. Deje que pase el tiempo. No diga nada. Después verá usted qué aplicación le da a ese dinero. A lo mejor hasta llega a conocer al remitente desconocido y, como lo prometió, lo arrastra de los huevos hasta el paredón…
El general miró con recelo la cara del sonriente interlocutor que también había puesto el ojo en la foto oficial. Levantó la ceja y cuando se disponía a decir algo, Pedro continuó:
—Con todo respeto, Jefe: le recomiendo no hablar del asunto. Los compañeros van a creer que se trata de un plan para ocultar algo muy grande. Mejor dese su tiempo.
—No cabe duda que Dios te puso en mi camino, hermanito —dijo Manríquez—. Haré lo que aconsejas y ya veremos de qué cuero salen más correas.
Fue la última noticia sobre los regulares y misteriosos envíos. Nunca más se supo del “fantasma del dinero”.
Después de muchos años escuché la historia que acaba usted de leer. Le pregunté a Pedro, relator de la misma, entonces reportero de la fuente y después dueño de su propio diario:
— ¿Y qué fue lo que pasó don Pedro?
— ¿No lo adivinas, verdad?
—No señor —mentí.
—Pues yo era el que recaudaba el dinero para posteriormente ponerlo en el escritorio… Mis colegas y los jefes me escogieron para corromper al general antes de que acabara con la mina de oro que era la Dirección de Tránsito…
—Es obvio que lo convencieron  —dije tratando de ocultar mi enfado.
—No sólo eso —aclaró—: el tipo se convirtió en el más corrupto director que haya tenido la dependencia. Él fue el mecenas de mi periódico —confesó orondo poco antes de que el coñac lo noqueara.
Hasta aquí esta triste e inconclusa historia sobre la supuesta lucha contra la corrupción, cuyos paladines casi siempre salen derrotados… o millonarios.
Es obvio que el presidente de México se hizo pendejo y que el general le vivió eternamente agradecido. Igual que el periodista que se convirtió en importante empresario de la comunicación.
Twitter: @replicaalex