jueves, 19 de abril de 2012

Gobernador con olor a santidad


Es viernes. A estas alturas la política resulta aburrida. Así que una vez más promociono mi novela, aún inédita, compartiéndole algunos párrafos. Espero tenga un buen fin de semana ya sin la amenaza de Don Goyo.

Por Alejandro C. Manjarrez
Llegué a la casa arzobispal cinco minutos antes de la hora de la cita. Había salido de la residencia oficial eludiendo a los escoltas para ponerme al volante de mi auto preferido, un Bentley GT, acción en la que uno de los choferes de Casa Puebla me sirvió de cómplice. Mi arribo sorprendió a los ayudantes de Froylán del Río, sobre todo cuando me vieron llegar solo, sin el grupo de seguridad que solía acompañarme. Este detalle sirvió para convencer al arzobispo que nuestra reunión sería más confidencial que de costumbre, circunstancia que, si las había, acabó con las dudas que pudo haber despertado mi empeño en lograr su ayuda para contar con la red conformada por los sacerdotes dependientes de su Arquidiócesis.
—Sea usted bienvenido, amigo Gobernador —dijo Froylán al verme entrar a la enorme sala cuya arquitectura parecía diseñada para atemperar las toscas facciones del religioso. Enseguida agregó con entusiasmo infantil—: Logré convencer, con mis rezos claro, a san Pascual Bailón, ayudado desde luego por la energía del fraile Luis de León. Así que, como se lo prometí ayer, degustaremos un pan esponjado, calientito recién salido del horno y acompañado del queso que me envió un santo varón residente en La Mancha. ¡Venga! ¡Acompáñeme! ¡Vamos a la biblioteca! —espetó sonriente y con el dejo de misterio que, supongo, usan los clérigos cuando hacen travesuras.
—Gracias Arzobispo —respondí igual de sonriente—. Cuando entré a su casa pude percibir ese agradable olor a pan —mentí—. No se imagina Usted la emoción que me produjo la oportunidad de ser favorecido con su caballerosidad.
—No exagere, Gobernador; sólo hemos consolidado una buena amistad —se defendió Froylán dándole pausas a las palabras gobernador, consolidado y amistad—. Se trata de la buena relación compartida en la cual reconozco tener un déficit: he recibido más de lo que le he podido ofrecer. Así que por favor tómelo en cuenta para que si algo puedo hacer por Usted, me lo indique sin protocolo ni jerarquías de por medio, como amigos — prometió con un casual dejo de adivino, como si conociera mi intención—. Insisto: somos dos pastores con intereses muy parecidos ya que ambos buscamos el bien común.
Iniciamos así la conversación que se llevó a cabo en términos amigables y hasta un poco laxos. Era nuestro segundo encuentro. Conocí su biblioteca, honor que pocos tenían debido a la discreción del prelado. Desde que entré llamaron mi atención los anaqueles llenos de libros que, me confió entonces, pertenecieron a Melchor Pérez de Soto, el bibliófilo civil más importante del siglo XVII. ¡Ah que aroma aquel! Ahí, entre esos textos custodiados por la madera trabajada por manos de expertos ebanistas, destacaba un grabado en ébano con incrustaciones en letras de marfil, frases que formaban el siguiente proverbio hindú escrito en español: “Un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado, un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora”...
—Abuso de su benevolencia, Froylán —dije circunspecto—. Necesito que, como en su tiempo lo consiguió el barón Alejandro de Humboldt, hoy me apoye Usted con la estructura  que controla el arzobispado…
Dejé que echara a volar su imaginación mientras yo sorbía un poco de vino y retomé la conversación en el momento en que, supuse, iba a preguntar sobre lo que dio la Iglesia a Humboldt.
—Igual como lo hizo el barón, aunque sin pretender realizar un estudio tan amplio como su Ensayo político del virreinato de la Nueva España, obra que seguramente está en esos anaqueles —acoté con la mirada fija en los libros—, lo que mi gobierno necesita es que Usted instruya a sus sacerdotes para que se coordinen y me ayuden a obtener lo que en el argot de gobierno se llama información preventiva.
El arzobispo puso cara de duda, expresión que me obligó a precisar valiéndome de cierta dosis de verdad:
—Desde hace algunos años funciona mi programa de investigación preventiva —dije en voz baja, de confidencia—. Está enfocado a captar aquello que por su trascendencia pudiera poner en riesgo la estabilidad social. —Seguía su Eminencia con la cara de duda que me obligó a precisar—. Para explicarme mejor, señor Arzobispo, usaré como ejemplo el compartimiento en el cual los sacerdotes se ubican para escuchar las faltas que comenten sus feligreses, religiosos que respetan el sacramento de confesión: haga Usted de cuenta que se trata de nuestro confesionario en donde se concentran los pecados sociales, como pueden ser el exceso de dinero circulante; la incidencia de delitos que rompen los parámetros, digamos que normales; los conflictos entre grupos que se disputan el poder u otras posesiones; la extraña y a veces sorpresiva presencia de individuos, bandas de delincuentes o camarillas de extraños, en fin todo aquello que altere o afecte el estatus del pueblo, ciudad, ranchería o comunidad...
— ¿Sugiere que rompamos nuestro secreto de confesión? —preguntó Froylán retador y medio atragantándose con la tapa de queso y jamón serrano que acababa de meterse en la boca.
—No, Arzobispo, de ninguna manera me atrevería a pedir semejante transgresión a su código —aclaré enfático—. No. Lo que necesito en que compartamos información: sus pastores nos comentan las cosas excepcionales que ocurran en su área, a través de Usted obvio, y nosotros cooperamos con la Iglesia en mantenerla al tanto de los asuntos que pudieran alterar el trabajo pastoral de sus sacerdotes. Por ejemplo: la formación de sectas o el proselitismo que acostumbran llevar a cabo los extraños e insólitos credos para captar prosélitos; inclusive reteniéndoles el permiso del gobierno para que de acuerdo con la ley funcionen como asociaciones religiosas. Vaya, hasta podría ponerlo al tanto de la presencia de los nuevos capitales que puedan formar parte de su régimen de captación de recursos.
Al escuchar las últimas palabras, Froylán del Río endulzó su expresión con una leve sonrisa de agrado. Quizás y hasta recordó las peticiones del director del Banco del Vaticano. Percibí en su gesto que era eso lo que él había estado buscando para frenar la fuga del dinero de feligreses a otras religiones con la misma esencia que la católica. Sorbí de la copa de vino y después me llevé a la boca un pedazo de queso manchego cubierto con dos tapas de pan crujiente y calientito. Él hizo lo mismo y yo repetí la porción para darle tiempo a responder.
—Debo reconocerle una evidente habilidad para exponer sus argumentos dotándoles de interés compartido —lanzó mientras que acariciaba la cruz que traía colgaba del cuello—. Coincido con Durkheim, sobre todo en lo que dice sobre las creencias y ritos religiosos que como representaciones colectivas reafirman los valores de la sociedad y favorecen la cohesión social —el tipo hizo una pausa para regodearse con su culta acotación y continuó—. Podría decirle que lo voy a pensar; y haría lo procedente. Sin embargo, por lo que veo y percibo detrás de su propuesta, creo que si éste es un asunto urgente para Usted también lo es para nuestro credo. En principio estoy de acuerdo, pero le pondría una condición, si se puede y el Gobernador la acepta.
—Soy todo oídos —respondí curioso e inquieto—. Tratándose de una condición de su parte, sin conocerla, de una vez le digo que ya está aceptada.
—Gracias por la confianza Herminio. El requisito es que sólo Usted y yo compartamos la información que haya que compartir. Sin intermediarios. ¿Qué le parece?
—Así lo supuse Froylán. Estoy de acuerdo —mentí sorprendido mostrándole la mano que él me tomó con una presión que nunca había sentido de su parte. La mantuvo asida y miró hacia arriba como si hubiese visto la energía del interlocutor invisible y le estuviera preguntando su opinión. Al regresar la vista a la tierra dijo con el tono pastoral que le ganó muchas simpatías entre los miembros de su gremio, entre ellos los que abonaron su buena fama allá en El Vaticano:
—Creo que Nicodemo será nuestro testigo íntimo —dijo. Y ante mi cara de bobo aclaró—. Él es un santo que tuvo conversaciones profundas con Jesús de Nazaret. Un judío que reconoce a Jesús como el Mesías. Un hombre muy bien informado y en algunos momentos consejero político e intermediario, primero en los asuntos terrenales, y pasado el tiempo en los celestiales. Además, cuando mortal, fue un hombre pudiente, igual que los judíos que en la actualidad manejan el sistema financiero de Wall Sreett y que antes lo habían hecho con las rústicas e incipientes finanzas y dinero del otrora mundo civilizado, hoy referencia religiosa obligada.
—A ese santo me tendré que encomendar —advertí tratando de dar a mi voz la seriedad combinada con el sentido del humor que hace menos tirantes este tipo de encuentros.
—Que Dios nos ilumine y ayude —replicó el Arzobispo—. Todo sea por nuestros semejantes.
… En poco menos de dos horas había conseguido medio millar de informantes de primera mano, algunos de los cuales encontrarían la forma de decir, sugerir o compartir los problemas que ponían en peligro la tranquilidad social del estado. Era el mismo engranaje que dos centurias antes y sin proponérselo sirvió a Humboldt para informar a Estados Unidos sobre la riqueza de México, su capacidad bélica y las debilidades de la entonces clase política nacional, datos que por cierto despertaron la ambición de los ya de por sí ambiciosos expansionistas gringos. Sólo me faltaba establecer la forma, redactar la minuta-guía de trabajo basándome en mi conversación con el arzobispo Del Río, así como coordinar las acciones de esa gran estructura de información y prevención…
Twitter: @replicaalex