domingo, 20 de noviembre de 2011

La luz del progreso



Por Alejandro C. Manjarrez

Vaya este episodio de la historia de Puebla para que a unos no se les olvide la Revolución y otros se enteren de sus orígenes, sobre todo los tecnócratas cuya cultura suele ser utilitaria, cuando más. Es mi aportación al “Buen fin”
Desde que Alberto Santa Fe y Manuel Serdán publicaron la Ley de Pueblo*, ambos sabían que los porfiristas harían algo para reprimirlos. “Se va a encabronar el gobierno…”, le dijo Manuel a su amigo Alberto. Éste estuvo de acuerdo y advirtió a Manuel que para protegerse era necesario crear lo que más tarde llamarían su panoplia política:

—Mira Manolo —puntualizó Santa Fe—,  lanzaremos la proclama después de convencer a varios amigos y simpatizantes para que, justo al otro día de publicada, protesten contra la explotación del campesino y apoyen el reparto de tierras que vamos a proponer. Con ello conseguiremos tener muchos aliados que nos protejan. Obligaremos al gobierno a que lo piense dos veces antes de hacernos daño. Los mártires estorban al poderoso.
—El problema es que no sabemos a quién le tocará gobernar mañana. Si a Pacheco, o a Bonilla, o a León. El peligro está detrás del gobernante, el que sea. Abundan los expertos en la lisonja y la manipulación, tipos que por quedar bien son capaces de cualquier cosa. Tú lo sabes, Alberto: nosotros seremos su objetivo, tal vez el principal…
—Por eso necesitamos el apoyo del pueblo —insistió Santa Fe arrebatándole las palabras a Serdán—. Es la fuerza popular la que nos hará invulnerables ante las persecuciones del gobierno. Nuestra ley es el primer paso. Y la campaña que llevemos a cabo, el tranco definitivo.
Los amigos se quedaron callados, cada uno pensando en el futuro inmediato. La seriedad de Serdán agudizó sus facciones angulosas. Y la seguridad de Santa Fe acentuó en su rostro la tranquilidad que le había hecho un hombre convincente. Los dos meditaban sobre el impacto que tendría su propuesta social.

En 1878 se publicó la Ley del Pueblo en el periódico La Revolución Social, órgano del Partido Socialista Mexicano fundado por Manuel y Alberto y, de acuerdo con lo que sus creadores habían planeado, hubo grupos que adoptaron como suyo el contenido del manifiesto: todos coincidieron en que representaba la esperanza para mejorar las condiciones del trabajo y, de alguna forma, participar en un acto patriótico: la defensa del país contra las ambiciones políticas de Estados Unidos.
Además de su exhortación que tardó tres décadas en consolidarse, los autores de aquella proclama vislumbraron lo que pasado el tiempo se presentaría como un mal irremediable: el dominio del capital sobre los gobiernos. En algunas de sus líneas, el programa estableció los siguientes criterios generacionales:

“En menos de setenta años de vida independiente, hemos perdido la mitad del territorio patrio, que en 1848 pasó definitivamente a poder de los norteamericanos: tenemos comprometida gravemente la otra mitad: hemos ensayado como sistemas de gobierno, el imperio y la república unitaria y la república federal, el sistema dictatorial y el sistema democrático, sin conseguir establecer la paz.
“En ninguna nación civilizada el pueblo, las masas, los artesanos, las gentes que trabajan viven en la miseria tan espantosa como viven entre nosotros…
 “¡Estamos enfermos!; estamos muy enfermos pero, al menos que nosotros sepamos, nadie ha dicho: esta es la causa de la enfermedad, ni este es el remedio. Pues bien esa es la tarea que nosotros nos hemos impuesto (…) porque nadie puede ocultar que, si seguimos entregados a la guerra civil, cosa que sucederá infaliblemente si no se destruye el origen de la guerra, que es la miseria del pueblo, dentro de pocos años, México será una colonia norteamericana…”

Una vez que se conoció el contenido de la Ley del Pueblo, los esbirros del gobierno echaron ojo a sus promotores. El más vulnerable era Manuel debido a su bondad y buen talante, en tanto que Santa Fe tenía vínculos con la sociedad identificada con Porfirio Díaz, quien por aquellos entonces acababa de llegar a la presidencia. Así que la autoridad dictaminó desaparecer a Serdán sin dejar rastros, precisamente para no crear mártires. Sin él —dijo alguien— será más fácil desarticular aquel proyecto social, acción que hará dudar a los simpatizantes de la propuesta de Serdán y Santa Fe, además de desanimarlos e incluso “meterles miedo”.

—¿Preparaste la detención de ese Manuelito? —preguntó el jefe político al encargado de la operación contra Serdán.
—Sí jefe. Está todo listo. Ya lo tenemos vigilado y mañana a primera hora, cuando salga de su casa, lo agarraremos —respondió éste bajando su mirada feroz.
—Que no se te escape, ¡eh! Madrúguenle pa’que den buenas cuentas al patrón.
—Pierda cuidado jefe. Éste no se nos va vivo —machacó el esbirro mostrando sus dientes amarillentos y cubiertos de sarro.
Los otros dos sicarios asintieron como autómatas.

El aroma del amor
Manuel Serdán se levantó al escuchar el primer canto del gallo madrugador. Tenía que viajar a Huejotzingo donde lo esperaban un centenar de idealistas dispuestos a enarbolar la Ley del Pueblo manifestándose así en contra la persecución de quienes pretendían organizarse para mejorar sus condiciones de vida. Trató de no despertar a su esposa, empero, ésta se dio cuenta a pesar del silencio que procuraba Manuel.
—¿A dónde vas tan temprano? —preguntó Carmen sin abrir los ojos.
—Sólo voy a Huejotzingo; por la tarde estoy de regreso.
—Ten mucho cuidado Manuel. Soñé cosas feas. Mejor no vayas. Deja para otro día lo que tengas que hacer —dijo la mujer en tono de súplica.
—Es imposible. Me esperan unos amigos importantes; no puedo fallarles. Duerme y te prometo que soñarás cosas bonitas. Anda, descansa. Ya no te preocupes…
Todavía amodorrada, María del Carmen Alatriste se tapó la cara con la colcha y resignada espetó: —Cuídate. Piensa en tus cuatro pequeños hijos. Desconfía hasta de tu propia sombra. ¿Me lo prometes?
—Lo haré. Te lo prometo. Voy a ubicarme delante del sol…
Después de reírse en silencio de su propia respuesta, Serdán levantó el grueso cobertor de lana para besar el hombro de su esposa que por respuesta emitió un gruñido cariñoso. Enseguida abandonó la casa llevándose consigo el dulce aroma de quien había procreado a sus cuatro hijos. Cuando cerró la puerta de su hogar sintió en la cara la humedad de la densa bruma que ocultaba el brillo de la luna de octubre. “Esto parece una cueva de lobos”, pensó mientras se cubría el pecho con las enormes solapas del abrigo gris oxford que le compró a un viajero inglés en apuros. Esa negrura más la advertencia de su mujer le produjeron un extraño presentimiento: recorrió su cuerpo el escalofrío que le puso la carne de gallina. Sacudió la cabeza para ahuyentar el mal presagio y caviló acordándose de la percepción extrasensorial de su esposa: “Espero que esta vez Mari Carmen se equivoque”, bufó molesto antes de continuar su camino hacia a las profundidades de esa cueva de lobos.
Recorrió cuatro de las calles del trayecto que conducía al lugar donde esperaba el carro que habría de llevarlo a Huejotzingo. El viento frío le provocó un ataque de tos cuyo estruendo alertó a los perros que ladraron como si fuesen lebreles entrenados por el gobierno para cazar a quienes difundían las ideas democráticas. Cien metros antes de llegar a la terminal, cuando la niebla se abría dejando ver la perspectiva de los edificios que custodiaban la perfección de la traza de la ciudad, escuchó su nombre. Trató de identificar a quien lo había llamado y se encontró con el brillo rojizo de los ojos del tipo. Creyó ver en ellos la mirada del nagual que conoció a través de los cuentos y las leyendas que andan en la boca de la gente del pueblo. E instantes después recibió un cachiporrazo en el rostro, golpe que produjo un sonido ensordecedor, mismo que fue disminuyendo hasta que perdió el sentido.
—¿Éste es? —preguntó el agresor a sus compinches. La afirmación dio pie para que dos de ellos lo levantaran del suelo lanzándolo al interior del vehículo que los aguardaba. “¡Vámonos a Tochimilco! —ordenó el encargado del secuestro—. ¡Apúrenle! En el camino terminamos el trabajo”.
La carreta partió hacia el destino final de Manuel Serdán. Media hora después de transitar por el accidentado camino, el abogado empezó a volver en sí. Confuso por los brincos y con el dolor manifestándose en el lugar donde pegó la cachiporra, todavía medio aturdido, alcanzó a escuchar la conversación de sus captores. De inmediato supo lo que le esperaba. Hizo acopio de la prudencia y valor que le habían ganado la fama de hombre tranquilo y concertador. Levantó la vista para decir a quien supuso jefe de esa asonada:
—¿Podremos dialogar como seres inteligentes?”
—Hable usted abogado. Todo condenado a muerte tiene derecho a pronunciar sus últimas palabras —respondió el fortuito interlocutor, ocurrencia que fue festejada por el resto de captores cuya carcajada formó un coro macabro. El jefe mostró su satisfacción por la respuesta del grupo recorriendo las caras con su mirada torva.
En ese momento Manuel se dio cuenta de que su vida sería cegada por aquellos asesinos a sueldo. En un segundo recordó la conversación que había tenido con su esposa así como las palabras que cruzó con Santa Fe. Con esas imágenes en la cabeza decidió sugerir a sus captores la secuencia de su propia muerte.
—Si me van a matar entonces háganlo ya y desaparezcan mi cuerpo para que nunca nadie lo encuentre. Esa es mi última voluntad —dijo pensando en que la esperanza de suponerlo vivo mantendría el movimiento y daría ánimo a su mujer. Dedujo asimismo que su recuerdo sería el motor que impulsaría la revolución, la misma que años después encabezarían sus hijos. Supo igualmente que su nombre estaría asociado al derrocamiento de Porfirio Díaz.
Cuando Serdán trataba de encontrar alguna frase que pudiera salvarlo, el sicario en jefe le hundió un cuchillo en el pecho. Las risotadas de los esbirros del poder rompieron la bruma trazando el claro por el cual pasó el primer destello del sol, haz que iluminó la cara de los asesinos. En ese momento Manuel le quitó tiempo a la muerte para sentenciar:
—Pronto aparecerá la luz que habrá de impulsar el progreso de México. Díganselo a su patrón; que sepa que el pueblo caminará delante del sol; que ese resplandor será el castigo para quienes cometan…
El réquiem de Serdán quedó trunco porque otro cuchillo atravesó su cuello. Ya no hubo dolor. El dulce bálsamo de Carmen acompañaría a Manuel en su viaje hacia la otra dimensión.
Los sicarios cumplieron así la orden del poder que había empezado a engendrar la miseria de su propio poder. Sólo les faltaba desaparecer el cuerpo de la víctima.

No se volvió a saber nada de Manuel Serdán. Su cadáver pudo haber sido lanzado a uno de los socavones por los que se alcanzaba a oír el bramido del torrente subterráneo presto a tragarse todo, incluso a los hombres buenos.
—Nadie debe encontrarlo —fue la instrucción de la mente criminal que conocía bien la zona por donde pasan las aguas del deshielo del Popocatépetl, corrientes que braman y corren ocultas en busca de las salidas que conducen al mar.
Manuel Serdán se esfumó de la faz de la tierra. Lo único que prevaleció fue la energía de su espíritu, fuerza que encontró a sus hijos quienes a su vez hallaron al pueblo decidido a no seguir de hinojos, todos dispuestos a cobrarse los agravios del porfiriato.
Las ideas de Manuel Serdán y Alberto Santa Fe, produjeron el eco que el tiempo aumentó de intensidad hasta que el pueblo lo escuchó resumido en dos palabras: Justicia Social.
Empezó así el movimiento que tres décadas más tarde convulsionaría al país, la Revolución que en Puebla fue acompañada por el aroma del amor, cortejo de la primera víctima de la dictadura.


* García Cantú, Gastón, El pensamiento de la reacción en México. Ed. Empresas Editoriales, sa, México, 1965.